1º parte. Hasta UNA POSIBILIDAD
Libro que estamos comentando:
Tienes que mirar
Proponer la lectura de una escritora rusa, por lo que está sucediendo entre su país y Ucrania, a más de una os puede apetecer menos que leer un prospecto médico, por poner un ejemplo. Sin embargo, Anna Starobinets es desde hace años una aclamada escritora de novelas y relatos de terror y ciencia ficción. También es periodista, por lo que vais a apreciar en TIENES QUE MIRAR un estilo conciso, construido con frases tajantes, sin concesiones al adorno ni a la descripción estética. El libro puede ser crudo porque el argumento sobrecoge y puede ser objetivo porque lo que cuenta es su experiencia personal.
Si, aun así, todavía tenéis reparos, hay que señalar que Anna Starobinets no ha sido nunca complaciente con el sistema político ruso ni con el gobierno de Putin en particular. En este libro cita, con nombre y apellidos, a clínicas y médicos (ella habla muchas veces de que siente su personalidad desdoblada entre una paciente sumisa que sufre el desastre de una sanidad anclada en los antiguos métodos soviéticos, y otra persona más pausada y reflexiva, que no siente el dolor y que contempla todo desde una altura aséptica) y crítica sin reparos al sistema sanitario ruso, a la falta de empatía y ética de sus profesionales y a la escasa presencia, más allá de las implicaciones personales de cada uno, de unidades de duelo que ayuden a los pacientes a superar la muerte de un ser querido.
TIENES QUE MIRAR no es ficción, por lo tanto, no es una novela, ni siquiera literatura, como dice la autora en la presentación, aunque la relación entre realidad, ficción y literatura no siempre está muy clara. Este texto puede ser un ejemplo para considerar que sí es literatura lo que se considera un relato de una experiencia personal sin ningún atisbo de ficción.
En cualquier caso, Anna Starobinets escribe lo que le pasó, porque es lo que ella sabe hacer, con la intención de corregir el sistema sanitario de su país y ayudar a otras personas que se hayan encontrado en su misma situación de desamparo.
Todo comienza en una consulta de radiología cualquiera, en el momento en el que una mujer embarazada acude para hacerse una ecografía durante el seguimiento rutinario del embarazo.
El médico le informa, sin ningún tipo de delicadeza, de algunas malformaciones que observa en su bebé. "¿Es muy grave?", pregunta Anna y le responde "Yo solo soy radiólogo, No soy ni especialista ni Dios y puedo equivocarme. Vaya el especialista". El diagnóstico es de enfermedad renal poliquística fetal. Se entera de que los riñones de su bebé son cinco veces más grandes de lo habitual. !Claro que parece grave¡
En ese momento todas las alarmas saltan en su cabeza. Hasta ahora Anna está acudiendo a clínicas privadas, que se supone que tienen profesionales más cualificados y la atención es más personal, mejor que la sanidad pública, con sus profesionales adustos y consultas masificadas. Confiaba que en su segundo embarazo las cosas fueran mejor que en el primero, pero sale de la consulta con la percepción de que todo va muy mal.
Al llegar a casa, lo primero que hace es decírselo a su familia sin que se preocupen demasiado y leer todo lo que puede sobre patologías del embarazo en internet. En internet se ven fotos horribles de bebés deformados y allí lee que los bebés con enfermedad poliquística recesiva no sobreviven o tienen una escasa esperanza de vida pocos días después de nacer.
Entonces comienza el viacrucis de Anna Starobinets de clínica en clínica, con especialistas que cobran de 3000 a 6000 rublos por ecografía (de 43 a 86 euros de hace una década) y que confirman el primer diagnóstico, pero que le someten a situaciones bastante vejatorias. La recibe el doctor Demidov, un venerable profesor y médico de renombre que accede a hacerle un hueco en su apretada agenda.
La consulta empieza a torcerse cuando busca un aseo. Solo hay una cabina en la planta, larga cola y una limpiadora enérgica que le impide el paso si no lleva calzás (¿?) No hay posibilidad de que en esta situación se utilicen fórmulas de cortesía, por lo que se produce una zarandeo entre ambas para ver quien es más fuerte en la conquista de una plaza en ese único baño. Ya en la consulta del doctor Demidov, sin que nadie le pida permiso, entran quince estudiantes y médicos jóvenes que contemplan a Anna desnuda y con una sonda en su vagina. Anna solo quiere que esa pesadilla se acabe. El doctor habla a sus alumno de quistes, de riñones, de vejiga hipoplásica, de que el bebé no sobrevivirá. En ese momento es profesor más que médico. Mientras, Anna llora, nadie se apiada de ella, aunque haya pagado 3000 rublos.
¿Es normal que el profesor que le dice que el niño no vivirá no muestre dolor o compasión? Siente que Deminov la recibió para poder usar su caso con fines pedagógicos, despreciando totalmente su condición de mujer embarazada. No es una excepción. Parece ser que en Rusia este comportamiento es lo habitual.
Aturdida por la situación tan desagradable, Anna recibe el consejo de que acuda a una clínica ginecológica local, porque, en el Centro de Obstetricia, Ginecología y Perinatología V.I. Kulakov donde se encuentra, no se ocupan de casos como el suyo. Se sobreentiende que de lo que no se ocupan es de llevar el seguimiento del embarazo de un bebé con malformaciones severas ni de realizar un aborto de un embarazo de 16 semanas.
Anna no puede esperar mucho a tomar una decisión, pero sus razonamientos van a estar condicionados por los obstáculos que clínicas y profesionales le van a plantear sea cual sea la decisión que tome.
En Rusia es posible que todos los profesionales tengan solvencia desde el punto de vista médico (la explicación médica de su caso es clara: si no hay líquido amniótico, los riñones no funcionan y, si no funcionan, el bebé no tiene posibilidades de sobrevivir), pero muestran graves deficiencias en el trato humano. Anna reclama la existencia de normas y de protocolos obligatorios en las instituciones médicas que buscasen humanizar el contacto médico-paciente. En las sociedades modernas se usa la voz, la mirada y los gestos que, aunque no siempre se sientan de corazón, son una parte fundamental de la ética médica. En Rusia las fórmulas preestablecidas brillan por su ausencia, seguramente fruto de la herencia soviética. Todo queda en manos del humor de cada individuo en ese momento, o si le ha sentado bien la comida.
Es inevitable llegar a una fase de búsqueda de culpables. Primero, Anna se acusa a ella misma, por no haber deseado quedarse embarazada con todas sus fuerzas, o porque no fue cuidadosa mientras hacía un reportaje sobre una familia que vivía entre la mugre de un cuchitril. El siguiente paso es acusar a su marido de que él tampoco lo quería. Esta es la fase de la ira. Pero lo prioritario en ese momento es decidirse entre seguir con el embarazo y alumbrar al niño, y verlo morir, u optar por un aborto.
Anna mira los foros y lo que encuentra son comentarios reales de madres que han sufrido embarazos con malformaciones del feto. Se mezclan relatos truculentos con invitaciones a confiar en la voluntad de Dios. Nada que aporte algo de esperanza o de ánimo a las que lo leen. Sopesa la opción de abortar con un embarazo de 16 semanas con malformaciones en el feto y se encuentra con que las clínicas privadas y públicas no realizan ese tipo de intervenciones. Tienen que acudir a lo que llaman clínica ginecológica local, centros en hospitales públicos donde interrumpen el embarazo prostitutas, drogadictas, mujeres con enfermedades en el sistema reproductivo, o mujeres que han realizado abortos clandestinos. De nuevo consultará en los foros buscando información sobre lo que ocurre en estos sitios y hallará de nuevo opiniones truculentas, una especie de museo de los horrores de situaciones que las madres con embarazos normales ni son capaces de imaginar, además de información sobre las distintas formas de practicar un aborto que parecen salidas de salas de tortura de campos de concentración.