Hasta el capítulo 5, incluido
Queridas viajeras, queridos viajeros… ¿Estáis preparados para Corfú? ¿Estáis listos para acompañar a Larry, Leslie, Margo, Gerry y su madre en las tres villas en las que residieron en la isla griega? ¿Estáis dispuestos a observar, atentamente, con lupa, cuaderno y bolígrafo, el mundo microscópico, singular (acaso hasta bello) que se esconde tras un seto, en un muro, o en las algas coloridas del mar? ¿Seguro?
Sabéis que en Ítaca, durante noviembre, leeremos y comentaremos la primera parte de la conocida como Trilogía de Corfú, del naturalista y escritor Gerald Durrell: Mi familia y otros animales. El libro está dividido en tres secciones que corresponden a las tres villas en las que se asentaron los Durrell: La villa color fresa, La villa color narciso y La villa blanca; precedidas por el viaje desde el Reino Unido a Grecia y una incursión de pocos (y lamentables días) en la Pensión Suisse.
Mi familia y otros animales es una evocación de Gerald Durrell (Gerry, el benjamín de la familia, que llegó a Corfú con diez años y cumplió en la isla quince), de los cinco años vividos en maravillosa libertad, en la isla y junto a su familia. Como evocación que es, cabe preguntarse cuánto hay de reescritura de la realidad en ella. ¿Fue así cómo lo vivió el pequeño Gerry? En cualquier caso, fue un tiempo feliz. O, al menos, así lo recordó el naturalista.
En esos años, Gerry apuntaló su vocación como naturalista (lo dice la madre en un capítulo, su afición por los “bichos” se remonta a sus dos años de edad), y su manera de ver el mundo. Era hermano de Lawrence Durrell, un escritor de culto cuya literatura es bastante menos “accesible” que la de Gerald (si se me permite). Toda la familia, por ejemplo Margo, vivieron historias fascinantes antes, durante y después de su estancia griega.
Al final de Mi familia y otros animales encontraréis un glosario con algunos nombres de animales que aparecen en el texto… porque sí, el libro está plagado de animales, de bichitos grandes y pequeños: tortugas, palomas, cetonias, luciérnagas, arañas de todo tipo, perros y gatos, y griegos e ingleses.
A estas alturas, seguro que habéis visto (o leído sobre ella) la serie Los Durrell en Corfú, serie que ha sido criticada por los más puristas (es cierto que se toma muchas licencias, pero a mí me pareció encantadora), y alabada por los menos puristas (como yo). De hecho, me acerqué a los libros (leí completa la Trilogía de Corfú) tras ver la serie. ¿Qué me gustó más? Son diferentes, pero complementarias. Creo que se puede disfrutar muchísimo con la serie y que Gerald Durrell se merece que leamos sus libros, pues son deliciosos (al menos, en Ítaca leeremos el primero de la trilogía).
Esta semana, comentaremos hasta el capítulo cinco, incluido, esto es: la marcha de los Durrell rumbo a Grecia, su experiencia en la pensión, su búsqueda de una villa (con baño, por favor)… y algunos personajes (bichos y humanos) divertidos y originales, comenzando por los propios miembros de la familia.
Hay que subrayar la prosa… la naturaleza descrita nos subyuga, la luz, los colores intensos, la caricia del sol, los olores, y esa contemplación minuciosa del pequeño Gerry, que aboga (junto a unos habitantes apegados a la tierra y a las tradiciones) por el vivir lento y gustoso, paladeando frutas y planeando expediciones repletas de aventuras.
¿Por dónde empezamos?
Es 1935 y Larry convence a la familia de dejar atrás la fría Bournemouth en busca de sol y aire fresco… desde Corfú le llegan las cartas elogiosas de un amigo escritor, George. Y allá que se fueron, tras vender la casa, a empezar desde (casi) cero.
“Francia anegada en lluvias y tristona, Suiza como un pastel de Navidad, Italia exuberante, olorosa y vocinglera, quedaron atrás, reducidas a un confuso recuerdo. (…) en algún punto de aquella extensión de agua plateada por la luna cruzamos una invisible línea divisoria para entrar en el mundo luminoso y encantador de Grecia. (…) Alzose la niebla en jirones tenues y rápidos, y ante nosotros apareció la isla, con sus montañas como amodorradas bajo un arrugado cobertor marrón, los pliegues salpicados del verdor de los olivares. Por la costa se sucedían playas blancas como el marfil entre ruinosos torreones de brillantes rocas blancas, doradas, rojas. (…) la isla descendía suavemente, empañada por el resplandor verde y plata de los olivos, con aquí y allá un amonestador dedo de ciprés contra el cielo. En las calas el agua tenía un color azul de mariposa (…)”
La llegada al pueblo es hilarante, como lo es cuando por fin consiguen llegar a la pensión. El humor es una constante en esta historia: cómo retrata a su hermano el escritor o cómo narra toda la peripecia del papel higiénico en los cuartos de baño de la pensión, y los desfiles fúnebres al cementerio…
Los habitantes de la isla con los que se relacionan son estupendos. Tenemos a un taxista Spiro, que ha vivido en Chicago durante ocho años y que se convierte en su amigo, chófer personal, filósofo, deshacedor de entuertos, etcétera, etcétera… y rendido admirador de Louisa, la madre. Su forma de hablar el idioma es muy divertida (también podríamos comentar cómo se van a Grecia sin hablar ni una pizca de griego, cómo los griegos creen que todos en el Reino Unido son lores ingleses… ya lo cuenta el autor, viene a decir que en la isla creían injustificadamente que todo lo inglés era mejor), su caciquismo, su manera de arreglar las cosas (en el banco, en la pensión, en la aduana, con la villa).
El pastor de cabras Yari es otro buen amigo de Gerry, supersticioso, hospitalario, dispuesto a enseñar al niño todo tipo de asuntos en torno a la naturaleza (los cipreses, el escorpión…), Agathi, la hilandera, con la que el niño canta canciones de amor y desamor; el hombre de las cetonias, el estrafalario y excéntrico hombre de las cetonias (esos bichitos esmeraldas que son del tamaño de unas almendras y a las que porta atadas a cuerdas), que le surte de animales (la tortuga Aquiles de trágico fin, el palomo feo Quasimodo que resultó Paloma), George, el escritor amigo de Larry que se convierte en su maestro tras el cónclave familiar (necesita instrucción, se está asalvajando), y Teodoro Stefanides, el científico, el apasionado de la zoología en el que Gerry encuentra más que a un amigo, a un mentor, un adulto que respeta sus ideas y sus expediciones, que le anima y le tutela…
Qué vida la de este niño, vagabundeando por los montes, nadando en las calas, observando libre y feliz los prodigios de la naturaleza… Hay que fijarse en cómo Gerry comenzó a “atesorar” animales y terminó siendo conservacionista.
No sé qué partes me gustan más, si cuando los hermanos Durrell hacen chanza con Spiro hablando mal de su madre, o cuando Gerry nos cuenta con todo lujo de detalles las apetencias de Aquiles por las uvas, las fresas y las personas tumbadas en esterillas tomando el sol. Si cuando Larry se queja por el barullo o cuando Margo suelta una de sus frases absurdas y, sin embargo, ciertas (de algo hay que morir), o Louisa, que revolotea alrededor de sus hijos, disfrutando (por lo que parece) de la cocina y del jardín.
Os dejo por aquí unos cuantos enlaces:
- Fundación Durrell y el zoo de Jersey
- Monográfico sobre Gerald Durrell y su zoo (1984). Vídeo.
- Biografía de Gerald Durrell
- Tras las huellas de los Durrell en Corfú
- Documental sobre Corfú con Julia Bradbury (vídeo, RTVE)
Vuestro turno. Salud y largo viaje, lectoras, lectores.