4ª parte. Todo fue una broma. Domingo y lunes
Libro que estamos comentando:
El reinado de Witiza
El agente Rovira, de la comisaría de Alcázar, se acerca por Tomelloso en lo que parece ser una visita protocolaria, aunque las novedades sobre el caso Witiza bien podría haberlas comunicado por teléfono sin tener que desplazarse. O tal vez lo haga para tomarse un vasito de vino en el patio de la casa de Manuel González y charlar animadamente con su hija y su mujer, mientras Plinio se levanta de su siesta diaria.
Lo que Rovira viene a comunicar es que ha recibido noticias de la comisaría de Valladolid informándole de que don Fernando López, el forastero que pasó unos días en el pueblo durante la última Feria, falta de la ciudad desde hace unos meses. Añaden desde Valladolid que se sabe que se había marchado a Madrid, pero que después de eso no se supo ya nada más de él.
Recordemos que el muerto, entre las distintas posibilidades que se plantean al principio, fue supuestamente reconocido por el guarda jurado Anastasio durante la primera tarde en la que se permitió el acceso al depósito de cadáveres, después del famoso bando a toda la población.
La costumbre de Plinio de no dejar ningún cabo suelto en la investigación provocó la convocatoria de los representantes de hoteles, hostales, fondas y pensiones de la localidad para ver si por casualidad alguno de ellos reconocía al muerto entre los clientes que se alojaron en sus establecimientos a finales de agosto, las fechas en las que se celebran las Ferias y Fiestas en honor a la Virgen de las Viñas.
Junto al bando público que había mandado hechar en capítulos anteriores, esta convocatoria es otra de las genialidades de Plinio; una perfecta muestra de esa manera cabal y profesional de trabajar que tanto reconocimiento le ha proporcionado entre sus vecinos, autoridades y compañeros de los cuerpos de seguridad. ¿Quién mejor que los hosteleros, que registran cada entrada y salida de los clientes de sus establecimientos, para recodar si esa persona, cuyo cuerpo embalsamado ya empieza a oler, como reconoce el fino olfato de Matías, es el misterioso personaje, alto y muy trajeado que pasó varios días paseándose en solitario, "mirando a todos lados con curiosidad, chateando y sin hablar con nadie"?
Tras unos momentos de dudas y de poner a trabajar a la memoria, Enriquito, el de la Fonda de Marcelino, salvando las distancias que se producen en la apariencia entre los vivos y los muertos, cree corroborar la sospecha del guardia jurado Anastasio. Y así fue como se añadió a la lista de las supuestas identidades la de don Fernando López.
En el debe de esta novela pesa excesivamente que, a estas alturas del texto, cuando todavía falta un cuarto de su final, ya tenemos respuesta a alguna de las preguntas que nos plantea el argumento. Ya sabemos que todo ha sido una broma pesada entre amigotes muy irresponsables que han estado moviendo un cadaver de un sitio para otro.
También intuimos que la indentidad del muerto, descartadas las otras opciones sugeridas anteriormente, posiblemente sea la de don Fernando López. Nos queda saber la identidad del embalsamador o embalsamadores y los motivos que han movido el cajón hasta en nicho de el Faraón en Tomelloso.
Tal vez sea esta la causa de que algunos de los lectores se queje de la debilidad de la trama y de la escasa presencia de la intriga que en las últimas páginas presenta la novela. En estos tiempos en los que la novela policíaca y criminal goza de prestigio y de presencia en las estanterías de las librerías, posiblemente el final de "El reinado de Witiza" nos sabe a poco.
Sin embargo, aunque las piezas del puzzle se van encajando, a Plinio le fastidia no poder resolver completamente el caso Witiza él solo y se queja de que se lo dan todo hecho. "A mí lo que me gusta es guisar en mi cocina", dice en un momento dado Plinio, cuando muestra su perplejidad por los comportamientos tan poco razonables de sus vecinos. Su orgullo de sabueso se siente herido cuando reconoce que la respuestas a los interrogantes del caso está más allá de los límites de Tomelloso.
Pero mientras tanto él toma medidas y espera que los jueces castiguen severamente las actitudes tan irresponsables de los graciosos y a los aprovechados: pide a la comisaría de Barcelona que localicen y detenga al Rufilanchas, a don Luprecio y a su novio, los personajes de la finca de Miralagos que robaron el cadaver, los manda a la carcel de Alcázar, y al Pianolo y a su hijo los deja en libertad vigilada hasta que mejore la salud de la mujer del responsable de haber metido el cajón en el nicho.
Aunque Plinio se queje con resignación de que ya solo quede esperar la llamada de las comisarías de Madrid o Barcelona anunciando la detención de Rufilanchas, la solución a la trama inesperádamente tendrá lugar entre las tapias del cementerio. A pesar de que los ojos del Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso están pendientes de todo lo que rodea a Antonio, el Faraón, y al Pianolo y a su hijo, la noche del domingo al lunes será testigo de una venganza disparatada que casi le cuesta un hueso roto al Rufilanchas, repentino habitante de una tumba del cementerio.
Otro de los famosos pálpitos de Plinio le hace sospechar de que todavía quedan algunos secretos por desvelar en todo este asunto del muerto. La resolución de los detalles pasa por Madrid, por la pensión Larache, lugar donde se reúnen muchos oriundos de Tomelloso que por diversas causas tienen que vivir en la capital. Allí pasó sus últimos días el difunto don Fernando López que, siendo consciente de su cercano final, dejó el dinero del que disponía a unos estudiantes de medicina y a unas prostitutas junto a precisas instrucciones de cómo se tenía que disponer de su cadáver.
Es posible que al remate de la novela le falte la habitual tensión de las novelas policiales, pero hay que reconocer que las últimas páginas están repletas de un humor negro y corrosivo que describe bien la picaresca de los estudiantes que viven en Madrid a mediados de los 60, más pendientes de la juerga que de cumplir con la ética de su futura porfesión.