3 parte. Hasta el elogio a los jueces y magistrados.
Por el "Diario del año de la peste" nos enteramos que en el siglo XVII las cuarentenas duraban cuarenta días, no como ahora, en el que se ha convertido en un término genérico que indica un período impreciso en el que la gente debería quedarse en casa el tiempo que las autoridades sanitarias establezcan. Tampoco ahora nos ponen un vigilante en la puerta que nos eche la llave por fuera o que nos haga los recados que podamos pagar.
El protagonista por propia voluntad decide quedarse en Londres al cuidado de sus bienes, del negocio familiar y de los intereses de su hermano. No sale de su casa, salvo para realizar por un corto espacio de tiempo labores de examinador y realizar unos viajes por el río para ver como evoluciona la enfermedad por los alrededores. Los lectores del siglo XXI entendemos perfectamente los efectos del estrés y la ansiedad por el confinamiento.
A pesar de la actitud del protagonista, Defoe se manifiesta claramente partidario de que la gente huyese y dejase deshabitada una ciudad tan pronto como se manifestase la primera señal de contagio, y de que todas las personas que dispusiesen de un lugar de retiro o de alguien que les acogiese, lo aprovechasen a tiempo y se marchasen. Bien es cierto que luego recomienda que todos los que elijan quedarse deben permanecer totalmente quietos en su residencia, sin moverse de un lado a otro de la ciudad. Hacer lo contrario sería llevar la desgracia de una parte a otra y ampliar la muerte a zonas que hasta ese momento se hubiesen que dado libres de la enfermedad.
Los clérigos actuaron como la población normal. Algunos cerraron las iglesias y huyeron, o murieron por la enfermedad. Y todo eso mientras la gente se vuelca en la religión.
Cuando las cifras de muertos alcanzan su momento álgido, la población rechazan los prejuicios entre las distintas confesiones que en ese momento se practicaban en la ciudad y que había sido la causa de confrontaciones en la sociedad inglesa. Poco antes se había firmado un decreto por el que solo los anglicanos podían acceder a un cargo eclesiástico o de funcionario.
Durante las últimas semanas del mes de agosto y las primeras de septiembre se produjo el "pico" de la enfermedad. El silencio de la muerte recorre el centro de la ciudad y solo se rompe por lo gemidos y las exclamaciones de los enfermos presos del dolor, el miedo y la desesperación. Ni siquiera el ruido de las ruedas de los carros que llevan los cadáveres a los cementerios se oye en las calles. El sistema sanitario que había dispuesto el ayuntamiento había quedado sobrepasado por la falta de operarios y la abundancia de cadáveres para enterrar.
Defoe, en sus paseos por el río, relata el encuentro con un barquero que le cuenta la peculiar situación de aquellos que se refugiaron en los barcos para aislarse. Recordemos que la creencia general era que el contagio se producía a través de la contaminación del aire. Cuanto más alejado se estuviese de los contagiados y cuanto menos se respirase el aire que ellos respiraban, más posibilidades había de salvarse. Tuvieron éxito quienes fueron previsores y se proveyeron de víveres suficientes. Los que, por el contrario, se encerrron sin comida, corrían el riesgo de contagiarse ellos y sus familias cuando buscaban la forma de avituallarse y se acercaban a los pueblos y las ciudades cercanas al río. Por el contacto con la gente que no ha huido, Defoe exclama: "Nadie tenía compasión. La ley primera era la propia salvación."
Hubo mucho comportamientos heroicos, pero todos eran conscientes de que la enfermedad era inexorable y no respetaba edades, sexos ni condición social.
Un sufrimiento añadido lo padecieron las mujeres encintas: no tenían ayuda de comadronas ni ellas mismas se encontraban en el mejor estado de salud para enfrentarse al parto. Tampoco encontraban nodrizas que alimentasen a asus hijos, por lo que no era infrecuente que en muchos casos muriessen las madres y los hijos a la vez. Defoe cuenta algunas escenas que ponen los pelos de punta. "¡Ay de aquellas que estén preñadas y de aquellas que amamanten en ese día!". Defoe hace una advertencia para los y las lectores de se encuentren en el futuro en situación similar: "Que cuantas mujeres están embarazadas o mammantando a sus hijos abandonen el lugar, por cualquier medio posible."
Otras de las consecuencias de la peste es que mucha gente, al morir sus seres queridos "se volvían estúpidos". El dolor y la desespoeración acababa muchas veces con cualquier atisbo de cordura y no era raro ver cómo muchos morían de tristeza o deambulaban por las calles suplicando piedad a un Dios implacable.
El autor también se pregunta cúal es el motivo de que ordenasen matar a los perros y los gatos. Conforme a la creencia de la causa del contagio, admite que estos animales podían trasportar con sus efluvios las corrientes contagiosas de los cuerpos infectados sobre su piel y su pelo. También se ordenó acabar con ratas y ratones, aunque admite que ese propósito era más difícil de cumplir, más cuando se habían eliminado sus predadores naturales en la ciudad.
En esta parte continúa con la historia de los tres hombres que salieron de Wapping sin saber qué hacer ni a donde ir. Uno era fabricante de galletas, otro de velas de barco y otro ebanista. A modo de cuento, y con cierto tono moralizante, les hace deambular por los pueblos que rodean Londres, uniéndose a otros viajeros que se encuentran en su misma situación. De esta forma, el autor plasma las dificultades que los que huían de los pueblos y ciudades a los que había llegado la enfermedad se encontraban al intentar pasar por otros pueblos o conseguir alimento y cobijo. Un grupo numeroso constituía una amenaza para la salud y los bienes de los habitantes de los pueblos. Con la historia de los tres hombres novela las distintas vicisitudes que las personas que, años antes de que el escribiese el "Diario", tuvieron que sufrir al huir con pocos recursos por las localidades de alrededor de Londres.