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Hasta "A los pies de la estatua de Zuinglio", incluido

Libro que estamos comentando: 
Al pie de la Torre Eiffel

Buenas tardes, viajeras, viajeros. ¿Cómo estáis? ¿Seguís en el París de finales del siglo XIX, con Emilia Pardo Bazán, en el recinto de la Exposición Universal de París? ¿O, como ella hizo durante unos días, os habéis escapado un momento a otros países y a otras ciudades, quizás, a Zurich?
Esta semana tenemos “entre las manos” varias de sus crónicas en las que trata temas muy diversos: no olvidemos que trataba de ser amena, de que trataba de entretener e informar a los lectores del periódico La España Moderna. También, dejaba entrever la fascinación que sentía por París y por Francia, y por todos los pabellones y “artefactos” que en ella se exponían, por el progreso, la ciencia… pero, atención. Doña Emilia era muy patriota y defendía a España, sus tradiciones y costumbres, frente a las críticas de los franceses. Además, era profundamente católica, y una y otra cosa, se trasluce en sus textos. Y, también, era muy moderna para la época, lo cierto es que era una mujer carismática, compleja y poliédrica. Por ello, tenemos que entender sus opiniones, creencias e ideología en el contexto en el que vivía, pese a que, quizás, no estemos de acuerdo con varias, algunas, o muchas de sus argumentaciones.
Quiero llamar vuestra atención sobre la prosa de Pardo Bazán, las descripciones tan prolijas, el número de adjetivos que emplea para cada detalle… está en la Exposición Universal y sus ojos son los ojos de sus lectores. Si se maravilla, se horroriza, se indigna o se asombra, lo transmite vívidamente. Es una observadora curiosa, sagaz, atenta a cada mínimo matiz, con una mirada muy particular, propia, tal vez si la juzgamos con nuestros parámetros, equivocada, pero es personalísima, acorde con su manera de pensar y de conducirse.
Del mismo modo, es curiosísimo cómo algunas de sus preocupaciones, o molestias, son muy parecidas a las de cualquier viajero o turista contemporáneo. Por ejemplo, las elevadas tasas de los cocheros, aprovechándose de las masas que acudían a visitar la Exposición Universal. ¿No os recuerda, sospechosamente, a lo que ocurre con los taxis u otros transportes públicos en lugares muy turísticos? También se queja, una y otra vez, de los tumultos de gente, del barullo, de las colas para acceder a cualquier monumento o pabellón… De que se siente baqueteada, cansada, dolorida, de que hay mucho ruido, en fin, que está todo muy masificado.
Me ha gustado especialmente la crónica que dedica a las maravillas de la Exposición concebidas para los niños. Ya, desde el primer momento, esta apreciación parece hecha en nuestros días, fijaos que curioso (me pregunto si las sensaciones que tenemos respecto a la infancia, la niñez… etcétera, son siempre las mismas y se repiten una y otra vez, cíclicamente, sin que caigamos en la cuenta):
“Actualmente se piensa mucho en complacer, divertir y alegrar a los niños: nuestro siglo consagra a esos capullos de humanidad atención preferentísima y culto idolátrico; se les mima bastante, y se encuentra placer en despertar sus tiernas imaginaciones a la noción de la vida y del arte, y en allanarles el camino de sus primeras etapas”.
Esta reflexión, sobre todo, la expresión “culto idolátrico” me llevó inmediatamente a pensar en el síndrome del niño emperador… pero, a renglón seguido, nos encontramos con que la autora es seguidora de esta tendencia y no ha podido resistirse a que sus hijos (dos personajes de trece y diez años no cumplidos) conociesen de primera mano el acontecimiento del siglo. En este capítulo, Gente Menuda, nos detalla las visitas a los pabellones, a las atracciones, etc., haciendo hincapié en la instalación de Carlos Garnier Historia de la habitación humana. Pese a que la instalación adolece de muchas fallas pues su ejecución se ha quedado corta y no responde a su ambición primigenia (sin duda, lo era), hay una nota de la autora que es bien interesante y precursora: “¿Qué lección de historia verbal o leída equivale a la lección vista que da a unas criaturas (…)? “ Esto es, doña Emilia pone el acento en la importancia de lo visual a la hora del aprendizaje.
En el capítulo Pro Patria, Pardo Bazán defiende a España de las críticas vertidas en un periódico francés, debido a un incidente en una corrida de toros. Para contrarrestarlas, se dedica a narrar otras barbaries cometidas en París y de las que ha sido testigo (el lanzamiento de cuchillos contra la niña; el comercio carnal de la moneda (es tremenda la imagen de una máquina a la que se le echa una moneda por caricia…).
La crónica dedicada a la Torre Eiffel, El gigante, me ha dejado sentimientos contrapuestos, como se me antoja que debía de tener la viajera y escritora de finales del siglo XIX Emilia Pardo Bazán. Se nota su fascinación, no puede disimularla, pero busca argumentos para no caer en el embeleso absoluto, los busca con ahínco, por ejemplo, en su fe: “la Torre Eiffel es muda, no tiene campana”; comparándola con la aguja gótica de piedra de una catedral alemana o con los campanarios de Castilla… Incluso parece “ningunear” sus vistas, ya que ella es miope y no alcanza a ver… Dice que el hierro es menos noble que la piedra pero ella misma reconoce que el hierro es un material de construcción básico y necesario para las infraestructuras modernas. ¿Qué os ha parecido la anécdota de la señora que creía que la Torre Eiffel tenía puestos los andamios?
En Trapos, moños y perendengues, se dedica a hacer un repaso a la moda, desde la cabeza a los pies. ¿Cuántas décadas hacían falta para que una tendencia se asentase? Este artículo, en apariencia frívolo, “propio de féminas”, es revelador. Sobre todo por el final, la defensa de la escritora del traje pantalón que daría libertad de movimientos e independencia a la mujer. La moda, las tendencias, las prendas de vestir, no es algo que resulte baladí. Encierra toda una filosofía, toda una manera de vivir. Doña Emilia, claro está, es absolutamente partidaria del libre movimiento de la mujer. Dice: “un traje para trabajar, para viajar…” Muy bien, doña Emilia.
La última crónica, Al pie de la estatua de Zuinglio, es una escapada de nuestra escritora. Un descanso temporal del tumulto que hay en París, donde todo el mundo se ha dado cita (millones de personas visitaron la Exposición en 1889, y casi dos millones, subieron a la Torre Eiffel). En Suiza, Zurich, todo es calma y belleza, tranquilidad y sosiego. Y, sin embargo, dice nuestra viajera escritora: A la larga, ¿qué sé yo si tanta ecuanimidad acabaría por aburrirme? El espíritu necesita su oleaje, su mar viva y rugiente, y aquí no hay sino lagos, lagos que riza de tiempo en tiempo una brisa fresca”. Genio y figura.
Algunos enlaces:
¡Cochero, cochero! Moverse en taxi en el siglo XIX.
Sadi Carnot, presidente de la República. Le asesinaron, a cuchilladas, en 1894.  
Madama Carnot.
Museo Grévin, museo de cera de París.
Charles Garnier, el arquitecto de la Historia de la habitación humana, que según Pardo Bazán, “no alcanza”.
Album de la Exposición Universal de París
Ulrico Zuinglio
Estatua de Zuinglio
Vuestro turno, viajeras, viajeros. ¿Queréis compartir vuestras notas? ¿Qué os ha llamado la atención? ¿El clima político? ¿Las diferencias entre Francia y España, las rivalidades entre los dos países? ¿La magnificencia de la exposición? ¿Alguna de las observaciones de doña Emilia?
¿Nos leemos?
Salud y largo viaje, lectoras, lectores.
(Fotografía: Hautecoeur, Albert, Editor, 1849-. [Album de la Exposición Universal de París de 1889 : El ferrocarril Decauville (obra del ingeniero, empresario y político francés, Paul Decauville), en la Plaza de Los Inválidos] [fotografía] Albert Hautecoeur, ed. Sala Medina. . Disponible en Biblioteca Nacional Digital de Chile http://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/bnd/635/w3-article-315167.html . Accedido en 2/11/2021.)