Desde el capítulo 16 hasta el final
Queridas viajeras, queridos viajeros:
¿Cómo estáis? ¿Cómo habéis llegado al final de nuestro viaje lector a “Una habitación con vistas”?
A estas alturas, sabemos que Lucy y George están en esa habitación con vistas de Florencia, en la Pensión Bertolini pero que apenas importan las vistas...
De estos últimos capítulos, de las “mentiras” que va contando Lucy a todos (a George, a Cecyl, a su familia, etc.), hasta que el padre de George, el viejo señor Emerson, le “abre los ojos”, me gustaría resaltar algunas cuestiones:
El viaje de las señoritas Alan. Esas mujeres mayores, achacosas, un poco pesadas, charlatanas y cotillas, que deciden seguir viajando... y que terminarán dando la vuelta al mundo. Son como dos viejas damas victorianas, que se pertrechan antes de salir de viaje de todo lo necesario, hasta de pan, como si no hubiese tiendas en Grecia, ni en Constantinopla:
“Las señoritas Alan (...) fueron las únicas de nuestro grupo que doblaron el promontorio de Malea y surcaron las aguas del golfo de Egina. Sólo ellas visitaron Atenas y Delfos, así como los dos santuarios del canto intelectual: el situado sobre la Acrópolis, rodeado de mares azules; y el otro, bajo el Parnaso, donde las águilas colocan sus nidos y el auriga de bronce conduce impasible hacia el infinito. Temblorosas, preocupadas, cargadas de pan integral, siguieron hasta Constantinopla, y terminaron por dar la vuelta al mundo”.
Las ideas del autor sobre la necesaria igualdad del hombre y de la mujer. Lo hemos leído durante toda la novela, pero en estos capítulos se traslucen más claramente: en la declaración de amor desesperado de George a Lucy; cuando Lucy rompe su compromiso con Cecyl o cuando habla con su madre, la señora Honeychurch...
“lo encuentro a él protegiéndola y enseñándoles a usted y a su madre a escandalizarse, cuando es usted quien tiene que decidir si se escandaliza o no. (...) No se atreve a permitir que una mujer decida. Él y los que son como él han mantenido Europa retrasada durante un millar de años. Todos los momentos de su vida están destinados a formarla a usted, a decirle qué es encantador o divertido o propio de una dama, a decirle qué es lo que un varón considera femenino (...)”
“Siempre piensas que las mujeres no quieren decir lo que dicen”. “No quiero que me protejan. He de decidir por mí misma lo que es propio de una dama y lo que está bien. Protegerme es un insulto. ¿No me consideras capaz de enfrentarme a la realidad? ¿Tengo siempre que recibirla de segunda mano, a través de ti? ¡La muer en su sitio!”
Me gustaría, además, detenerme en los dos reverendos: el señor Eager y el señor Beebe. Los dos, cada uno a su manera, son incapaces de ponerse en el lugar del otro, de entender. Juzgan con severidad las debilidades y las relaciones afectivas de sus fieles. ¿Qué me decís de la acusación del señor Eager? Estaba convencido de que el señor Emerson había matado a su esposa porque se negaba bautizar al niño George, y darle una educación religiosa y, en realidad, fue él quien torturó a la esposa de Emerson con la idea del pecado y la condenación. Y el señor Beebe no le anda a la zaga. Cierto que es mucho más inteligente y permeable a las necesidades de su parroquia, pero no deja de ver el mundo desde su prisma. ¿Y cuál es? La abstinencia sentimental. Lucy le parece una heroína cuando se entera de que ha roto su compromiso con Cecyl (de acuerdo, es un imbécil y el señor Beebe no lo soporta), pero cae en el desencanto cuando Lucy y George hacen público su amor. Pierde, completamente, el interés hacia ellos.
El final de la novela nos deja con una teoría acerca de Charlotte, la prima pobre de Lucy, cuando menos, curiosa. ¿Será cierto que Charlotte, aún en contra de sus propias convicciones, deseó desde el principio que Lucy y George terminasen juntos? Primero, la conminó a guardar el secreto del beso entre violetas. Luego, quería que lo contara a su prometido, Cecyl, a su madre (y este deseo lo manifestó cuando supo que Lucy estaba comprometida). Entretanto, se lo contó a la novelista para que lo pusiera en la novela y, así, que los protagonistas lo rememorasen y que, tal vez, Cecyl se enterase. Y, por último, en la parroquia del señor Beebe, no avisó a Lucy (decidida a irse a Grecia con las señoritas Alan, para evitar a los Emerson) de que el viejo señor Emerson estaba allí... en cierto modo, y contradictoria como es ella, Charlotte propició que los jóvenes terminasen juntos, en esa pensión de Florencia, en Una habitación con vistas...
Por último, quiero hacer referencia a un comentario que hace el señor Beebe sobre las señoritas Alan, cuando le piden referencias sobre una pensión cómoda en Constantinopla:
“-¡Qué caprichoso es el romanticismo! Nunca lo he notado en ustedes, los jóvenes, que no hacen más que jugar al tenis y decir que el romanticismo ha muerto, mientras que las señoritas Alan pelean contra esa terrible posibilidad utilizando todas las armas que no están reñidas con el decoro. ¡Una pensión realmente cómoda en Constantinopla! Lo dicen así por pudor, pero en el fondo de su corazón ¡lo que quieren es una pensión con ventanas mágicas que den a las olas de mares peligrosos en desconocidas tierras de leyenda! Ninguna vista ordinaria satisfará a las señoritas Alan. Lo que quieren es la pensión Keats”.
Indagando, indagando, me encontré este pequeño artículo en inglés, en el que se aclara cómo se refieren en la novela a John Keats como el escritor de las cosas hermosas, románticas... y cómo la novela contrapone los valores victorianos con la actitud más libre de principios del siglo XX.
Lo hice al principio de la lectura, pero lo vuelvo a hacer, porque ahora es el momento: escuchad el episodio Una habitación con vistas del pódcast Un libro Una hora, y visionar, si tenéis la oportunidad, la película.
¿Conversamos?