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Capítulos 6, 7 y 8.

Libro que estamos comentando: 
El placer viajero

Queridas viajeras, queridos viajeros… ¿cómo estáis?

Seguimos con nuestro viaje (me temo) a lo más terrorífico, ambiguo y extraño del alma humana. A la crueldad. ¿Existe el mal? Yo creo que, al igual que la bondad, existe la crueldad pura. Es incómodo pensarlo, pero es mi percepción. También sé (o intuyo de una manera casi cierta) que hay más bondad que maldad, pero que la maldad es tan escandalosa, tan profundamente injusta y repugnante (y menos mal que nos lo parece) que la bondad pasa más desapercibida. Al menos la bondad que huye de alharacas y homenajes, la bondad discreta, callada, alegre y silenciosa.

Seguimos con Mary y Colin, que (casi) huyen de la casa de Robert y Caroline. Robert ha agredido físicamente a Colin… aunque su esposa, que parece enferma, es también escalofriante. En esa visita, les muestran una foto granulada de un hombre en un balcón, que entonces, ni Mary ni Colin reconocen. Pero ah… el protagonista es Colin… ¿los están vigilando?

Durante varios días, Colin y Mary no salen, prácticamente del hotel, recorren muy pocos metros para ir a cenar, a tomar un café. Parecen haber redescubierto el deseo, la intimidad, la pasión, acaso, el amor. No sé, leyendo estos capítulos, he tenido la sensación de que esta pareja están agradecidos… ¿de qué? De haber huido de un peligro que no comprenden del todo. Es como si el encuentro con Caroline y Robert les hubiese recordado lo bien y segura que es su vida, y cómo puede peligrar.

 

“Celebraban su entendimiento mutuo y el hecho de que, pese a la familiaridad que mantenían, aún pudieran recobrar una pasión semejante. Se felicitaban a sí mismos. Se sorprendían de su pasión y la comentaban: significaba más de lo que podía haber parecido siete años antes. Hicieron una lista de sus amigos, parejas casadas y sin casar: ninguna parecía tener tanto éxito en el amor como ellos”.

Pero, de pronto, al final del capítulo 8 casi sin que lo hablen entre ellos, vuelven a la casa de Robert y Caroline.  Aunque ya saben que los han vigilado, que han sacado una foto de Colin en el balcón de la habitación de su hotel. ¿Acaso no les parece amenazante? ¿Qué emoción esperan vivir?

“El panorama que, de vez en cuando, atisbaban a su izquierda quedaba borroso por la especial distribución de árboles, casas y muros, pero se detuvieron al llegar a un espacio despejado para encontrarse mirando entre dos ramas de un plátano maduro, más allá de la esquina de un transformador alto, a un balcón familiar cargado de flores donde una figura pequeña vestida de blanco los miraba y empezaba a hacerles señas. Por encima de la suave vibración de la barca que se alejaba, oyeron que Caroline los llamaba. Evitando mirarse a los ojos, se dirigieron hacia un pasadizo a su izquierda que los conduciría a la casa. No se cogieron de la mano”.

Como si les atrajese (a pesar de todo) el peligro, lo desconocido, la turbiedad de un deseo que intuyen, pero que no aciertan a averiguar de qué piezas se compone. Y quieren averiguarlo. Desde mi balcón de lectora, no puedo comprenderlos. Yo, hubiera huido (sin casi) de allí, de Venecia, de su influencia. De su maléfica influencia. Pero, quizás esta sea la intención de McEwan, mostrarnos esa pulsión secreta, acaso morbosa y difícil de argumentar. Pero que existe.

En el capítulo ocho, cuando al fin salen del hotel para ir a la playa, todo el episodio es bastante perturbador. Juega con las sensaciones del suicidio, del homicidio, del ahogamiento, de la extenuación, de la desaparición. Me resultó asfixiante. ¿Y a vosotros?

"Aunque era el día más caluroso que habían tenido hasta el momento, y el cielo era más negro que azul por encima de sus cabezas, el mar, cuando finalmente llegaron a él bajando la avenida atestada de terrazas y de tiendas de souvenirs, era de un gris aceitoso a lo largo de cuya superficie una brisa muy suave removía y desperdigaba jirones de lechosa espuma. (…)Pese a todos sus esfuerzos por localizarla, Mary no se hallaba a la vista. Siguió nadando, esta vez más despacio, alternando el crol con una brazada de costado que le permitía respirar con mayor facilidad y le mantenía el rostro fuera del alcance de las olas, que ya eran más grandes y dejaban a su paso suaves depresiones que atravesaba con fatiga. Cuando se detuvo otra vez, apenas pudo distinguirla. Gritó, pero salió una voz tenue, y el dejar escapar de una vez tanto aire de sus pulmones parecía debilitarle.”

Por cierto, he de confesar que cuando imagino Venecia, nunca se me viene a la cabeza la playa… ¿Y a vosotros?

Destaco la canción más romántica... Venecia sin ti, de Charles Aznavour. 

Vuestro turno, viajeros, viajeras.