Capítulo 6 y epílogo
Queridas viajeras, queridos viajeros: finalizamos esta semana nuestro viaje a pie por la costa vasca. Este libro no solo es un viaje por el paisaje, por los senderos, por la historia, la geografía, la geología, la naturaleza… es un viaje, también, a nuestro interior.
Belmonte, en esta obra, nos lleva de la mano para enseñarnos a amar lo más minúsculo y lo más gigantesco: el ultramundo, el mar, los árboles, las piedras, las algas, los helechos, el plancton, las ballenas. Caminar es un modo de introspección idóneo para propiciar un estado de íntima, serena y verdadera alegría. Así ha resultado la lectura de este libro: un lento y tranquilo viaje en el que detenernos una y otra y otra vez a contemplar la belleza de lo que nos rodea. De lo más próximo.
“Los años y el hábito de caminar me han hecho tener en cuenta lo que me rodea. He aprendido a ser consciente de los accidentes del terreno, de la presencia de las plantas, los animales y las aves. El paisaje se ha transformado en un ente complejo en el que se desarrolla el drama de la vida y del que yo formo parte. He adquirido una visión más amplia que me permite contemplar con igual arrobo una tela de araña empapada en el rocío de la mañana o el dédalo de constelaciones en el cielo nocturno. Y, sobre todo, el mar, cuyo latido me había acompañado durante este pequeño periplo costero… Ese mar del que apenas sabía nada y cuya magnitud he ido descubriendo con los años”.
En el capítulo 6, de Guernica a Cobarón, Belmonte nos pasea por sus paisajes más íntimos: el pueblo de su madre, Guernica, el lugar donde pasaba los veranos, Plencia, o su ciudad natal, Bilbao… con la banda sonora que ella le adjudica (más allá de “Song for Bilbao”, de Pat Metheny): “el espíritu de Bilbao estaría atrapado para mí en el Vals nº 2 de la Suite para orquesta variada de Dmitri Shostakóvich, una melodía entre bailable entre melancólica y festiva que Stanley Kubrick hizo célebre en su film póstumo Eyes wide shut”. En esta ciudad nos recomienda Belmonte el Museo de Bellas Artes o Museo del Parque, muy frecuentado por ella cuando vivía en la ciudad y se citaba junto a un cuadro con sus amistades (cuadro que cambiaba según el amigo o amiga con el que se debía encontrar). Esto me parece sumamente inspirador. No sé, ¿no creéis que los lugares en los que quedamos… dicen mucho de nosotros?
A través del símbolo del roble de Guernica (y de la fabulosa historia de los padres y los hijos, y de lo solitarios que deben de estar esos árboles…, pese a la compañía humana, quizás preferirían estar en un bosque), nos introduce en la importancia de los árboles, apreciados en la Antigüedad más que el oro. Es increíble la complejidad de la arquitectura de los árboles, pienso que si fuésemos conscientes de ello, plenamente conscientes, los respetaríamos, los adoraríamos como se hacía en épocas lejanas. Por cierto, ¿tenéis algún árbol favorito? Yo, sí.
Los senderos del mar, que es el título, también, del libro (y que es un título francamente maravilloso), aborda los orígenes de la oceanografía. Es muy poético esto de que existan senderos en el mar, verdaderos caminos marcados por oceanógrafos para que los barcos sigan esas rutas misteriosas (por lo menos, a mí, se me antojan misteriosas).
El epílogo de Belmonte resume el espíritu del libro al completo, una obra en la que se nos enseña tanto que no estará de más dedicarle una segunda lectura.
“Durante mi viaje también había coleccionado palabras: nombres de olas, de playas, de rocas, de animales y de plantas… Pero en aquel momento recordé una muy especial. (…) Se trata de la palabra nuannaarpoq, que los inuit utilizan para expresar el asombro y la alegría por el hecho de estar vivo, y no tengo noticia de que tenga un equivalente en ningún otro idioma. (…) Mientras me alejaba para guarecerme en el coche, todo a mi alrededor me pareció profundamente extraño y hermoso. Nuannaarpooooooooq!”
Vuestro turno, lectoras, lectores. ¿Nos leemos?
(La foto que ilustra el post es de By Tommie Hansen, CC BY 3.0)